martes, 22 de marzo de 2016

A mi sobrino Pablo

Hoy ha venido al mundo mi sobrino, Pablo. Es el primer descendiente de nuestra generación, lo cual garantiza la continuidad de nuestro linaje y permite al gen López (o gen de la torpeza) sobrevivir al menos una generación más. Me mandaron una fotografía y ahí los vi juntos, a madre e hijo, sorprendentemente enteros, como si no hubieran pasado por un parto y como si hubiera pasado una eternidad de aquel momento. De repente, en la foto mi hermana ya no era la Nani que conocí, esa que ya nunca volveré ver, sino una Nani madre, con la cara de una madre, el gesto de una madre y hasta la mirada de una madre, y ahí, al fondo de sus ojos, creí reconocer también una parte de mi propia madre, algo que, supongo, surge durante la primera vez que sostienes a tu hijo y que te hace cambiar para siempre.

Me dije si no habría cambiado yo también, por los efectos de la onda expansiva. Sino sería yo, sin saberlo, ya un tito, con la cara de tito, el gesto de tito y puede que la mirada de un tito. Al fin y al cabo, ese sobrino se fijará algún día en mi y yo, claro, quiero ser su tío favorito.

Todas eran buenas noticias esta mañana al llegar al trabajo. Y entonces llegó el atentado.

Con minúsculas. Y digo atentado con minúsculas porque de alguna manera, hemos interiorizado que esas barbaridades pasan con una regularidad que asusta. Y no sólo pasan sino que se convierten en algo con lo que debemos vivir. Aunque no nos guste, aunque nos arañe al alma, aunque duela. Nos convertimos en automátas condenando atentados, y reaccionamos de la misma manera, con estupor primero, con pena después, con infinita rabia e impotencia. Sufrimos el funcionariado del terror. Reaccionamos detestando el atetando, reagrupándonos en red y lanzando una condena unánime. Puede que el sentimiento de repulsa compartido sea una forma también de reafirmarnos, de sentirnos más fuertes y seguros, convencidos de nosotros mismos cuando el mundo se tambalea ahí afuera. Nos agarramos a ese extraño, traicionero e injusto, pero a la vez hermoso proyecto común que llamamos humanidad.

Intenté evadirme, pero trabajando en las redes sociales, el atentado me perseguía como una bomba lapa. Me estallaba dentro, a cada segundo, como si los bárbaros hubieran programado las detonaciones en mi conciencia. Aparecieron las banderas, los Manneken Pis, los Tintines llorando, las banderas belgas. Aparecieron los políticos y sus mensajes institucionales de unión y fuerza, y los medios de comunicación con sus últimas horas, enviados especiales y afán de exclusivas. Apareció todo lo que aparece cuando una bomba hace desaparecer tantos sueños. Incluso los otros aparecieron: los reaccionarios, los fascistas, los que toman la parte por el todo, los que presumen de su ignorancia. Esos nunca se van y permanecen latentes como huevos podridos que necesitan romper la cáscara para compartir su fétido aliento.

Ante tanta sacudida, me quedé petríficado. Quería escribir algún mensaje que contribuyera al suspiro colectivo. Quería ser duro y sonaba débil, quería ser profundo y sonaba superficial, quería ser justo y sonaba imbécil, quería hablar y estaba mudo. Mis manos temblaron cuando vi el fotograma de un hombre con las piernas vueltas del revés. Su imagen venía conmigo a cada reunión de trabajo, me abordaba en cada pausa y tiraba de mí en cualquier respiro. Al final no tuve más remedio que dejara que otro hablara por mí. "No hay camino para la paz, la paz es el camino", dijo Gandhi.

De regreso, pensé si debía o no volver en metro. Me dije que sí, que no podemos vivir con miedo, que a la guerra se la vence con alegría. Recordé una fotografía en la que un padre bañaba a sus hijos entre los escombros de lo que un día fue Siria. Daba igual cuántos infiernos hubieran pasado por ahí. La vida siempre se abre camino, y eso es algo que nunca comprenderán los bárbaros. En el subterráneo, noté cómo los usuarios miraban con desconfianza a algunos árabes. Crucé la mirada con uno de ellos y me ruboricé. Mis ojos se disculparon como en la fotografía de aquel niño que pedía perdón por la barbarie adulta.

Sólo me quedó un refugio, el móvil. En la fotografía de la mañana, Nani abrazaba a Pablo en su regazo salvaguardándolo de todos los males, y de alguna manera, hacía lo mismo conmigo. Me pregunté cómo le voy a explicar a Pablo este jodido mundo, sus tantas y tan complejas miserias, y cómo le contaré que el día en el que nació, una simple fotografía junto a su madre, mandada a mil kilómetros de distancia, tiñó de luz, como un milagro, allí donde sólo había oscuridad.  






3 comentarios:

  1. Hermoso escrito. Felicitarte primero por ser tito. Eso es lo mejro. Ante lo otro, ante la barbarie, poco podemos hacer más que sufrila. No le cuentes nada al niño mientras puedas. Que sea larga su niñez y su inocencia.

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