lunes, 20 de agosto de 2012

Crónicas de un azafato en apuros: La entrega (2/2)

Hemos quedado en una calle contigua a la estatua de Colón. Hay miles de turistas dejándose emborrachar de calor, fritos como gambas a la parrilla. Espero cerca de un paso de cebra. Pienso en que sé muy poco de la empresa para la que voy a trabajar y también que no es la primera vez que me han intentado engañar con algún asunto relativo al trabajo. Ni siquiera he comprobado que de veras funcionara su página web ni he rastreado servicios que han prestado anteriormente. Recuerdo cuando me intentaron reclutar para timar a viejecitos haciendo puerta fría por los barrios humildes de Jerez. Se trataba de hacerles cambiar de compañía de teléfonos fingiendo una rebaja sobre la tarifa. Dije que no trabajaría de eso porque era indigno y a cambio me miraron como si fuera un despojo humano. También, en cierta ocasión, intentaron que ingresara dinero en una cuenta para asegurarme el material necesario con el que supuestamente trabajaría sellando y distribuyendo revistas de publicidad desde casa. Un trabajo para sacar un dinerillo extra, decía el anuncio, aunque obviaron poner “a tu costa, claro”. Así que voy un poco a tientas y a ciegas, pensando en que subiré a esa grúa y si veo algo anormal en el comportamiento del gruero, no cerraré el seguro de la puerta y me lanzaré desde el asiento del copiloto hacia la carretera calculando la parte de la cuneta en la que puedo aterrizar mejor. Dolerá, pero peor sería la muerte.

Por fin me pitan desde una grúa. Detrás lleva enganchado un vehículo utilitario en perfecto estado. “Es de paquete”, dice el gruero. Se llama Manolo .Yo creí que la existencia de un gruero que se llame Manolo respondía a un cliché muy desgastado de la España cañí, algo que realmente no existía. Pero sí. Manolo es un gruero tan típico que uno se pregunta si no habrá estereotipos de los que no se puede huir. Tiene los brazos anchos, tatuajes, una voz grave y cansada y una barriga enorme. Seguro que le duele la espalda, pienso, como a todos los del gremio. Se presenta amablemente. Me estrecha la mano y casi me la hace añicos. No puedo llevarte de vuelta, dice. Por temas de legalidad me prohíben llevar a nadie si he efectuado ya la entrega, cosas de los seguros. Ah, digo, claro, normal, no te preocupes. Y me pregunto cómo volveré de una zona industrial tan a las afueras de Barcelona. Luego veo a Manolo conducir en estricto silencio, con la vista fija en el horizonte y sin decir una palabra. Estará pensando en qué momento abandonarme con el cadáver, las armas y las drogas del coche, en qué hacer conmigo en caso de que me rebele o si tendrá o no que usar el arma que lleva escondida debajo de su asiento. 

Llegamos a la gasolinera. Hay tráfico y muchos camiones de carga y descargas accediendo al polígono industrial. Todo está supervisado por un guardia de seguridad visiblemente somnoliento a las puertas del recinto. Es el clásico que no ve nunca nada. Nosotros nos paramos en la gasolinera contigua, donde realizaremos la entrega. Manolo me dice que él ha revisado el coche antes de venir y que tiene los papeles en regla y los utensilios en perfecto estado. No obstante, me anima a que compruebe el perfecto estado del vehículo una vez lo ha bajado de la grúa. Abro la puerta delantera y accedo al interior. Los asientos están forrados de plástico. ¿No es lo que se hace cuando vas a transportar un cadáver y no quieres manchar la tapicería? De repente pienso que quizás no es que se quieran librar de algo esta banda organizada, quizás sólo quieran adquirirlo, poseerlo, robarlo. Quizás ese algo sea mi cuerpo. Y quizás no sea todo mi cuerpo sino solamente mis órganos. Quizás haya caído en la trampa organizada de una banda de tráfico de órganos. Me empieza a doler el estómago cuando camino hacia el maletero. 

Lo abro para comprobar que está el triángulo de emergencia, la chaqueta fluorescente y una antena que no sé para qué demonios sirve. Para que los malhechores se comuniquen entre sí, supongo. Todo está a un lado dentro de una bolsa azul y por lo demás, está vacío. Ahora es cuando Manolo podría aprovechar para empujarme con sus brazos de oso al interior del maletero y cerrar con la llave. Amanecería completamente deshidratado días después en un lugar desconocido, ilocalizable. La mafia, por fin me tendría en su poder.
Pero eso no sucede por ahora, pues Manolo está sentado en una sombra mirando su móvil. ¿Por qué se ha alejado tanto? Hemos de esperar a Francesc Vázquez, el propietario temporal del vehículo. Extiendo los papeles del renting sobre el maletero y pongo detrás una carpeta para que firme con comodidad. No han pasado dos minutos cuando recibo una llamada en mi número de teléfono. Es él. ¿Javier? Hola Javier, soy Francesc, mira, que estoy al llegar, que voy en taxi ahora mismo. Disculpa el retraso hombre, ahora nos vemos. Gracias, hasta ahora.  Cuelga. ¿Cómo sabe Francesc que ya estamos aquí y no aún en la carretera? ¿Será Manolo que le avisa desde el móvil? ¿O será el empleado de la gasolinera otro de los implicados en la trama para conseguir mis órganos? 

Francesc aparece apenas diez minutos más tarde. Es un nuevo rico, viene vestido con un traje negro, pero la chaqueta, al contrario que yo, la lleva en la mano. Se parece a Christian Bale en American Psycho, aunque espero que sólo físicamente. Es otra persona encadenada a un estereotipo. ¿Seré yo un estereotipo de pobre? ¿De andaluz? ¿De eterno adolescente?   

-          Madre mía, qué calor.
-          Hola Francesc, encantado de conocerte, soy Javier.
-          ¿Qué tal Javier? Confío en que no llevéis mucho tiempo aquí. ¡No se puede ni respirar!

Manolo ríe a unos metros, no se sabe si por lo que sigue leyendo en el móvil o porque escuchó a Francesc. Quizás se ría porque por fin me tienen acorralado. Yo continúo en mi papel.

-          Bueno, me han dicho que hoy es tu primer día de vacaciones, ¿no?- pregunto por entablar una conversación distendida, mientras preparo los papeles y compruebo el DNI de Francesc.
-          Uy, sí, imagínate. Deseando estaba, que está toda la gente ya en la playa. ¿Dónde firmo?
-          Mira, aquí, está todo preparado, te quedas estas dos copias y yo las otras dos. Así de sencillo.
-          Yo ni lo voy a leer, ¿eh? Si he firmado la compra de un piso, ya es mío.
-          Claro, ya te enviaremos las llaves a casa.

Francesc está deseando marcharse. Nada más arranque, me voy de la ciudad, dice. Le digo que primero tendrá que echar gasolina. Que los coches de paquete vienen secos. Entre tanto Manolo se acerca a nosotros lentamente.  

-          Oye, que yo me voy.
-          Gracias Manolo, un placer.
-          Igualmente.

Me vuelve a estrechar la mano, pero esta vez estoy prevenido y respondo con fuerza. Manolo coge su grúa y se marcha entre el entramado de carreteras industriales. El siguiente en despedirse es Francesc.

-          ¿Quieres que te acerque a algún sitio?
-          No hombre, si me recogen en esta misma esquina.-los dos sabemos que miento. Nadie va a recogerme allí. Pero él respeta mi profesionalidad y a cambio yo le otorgo la libertad total. Ahora no debe nada a nadie- Que tengas unas felices vacaciones.
-          Gracias Javier, igualmente.

Camino hacia la esquina donde supuestamente me recogen. Al girar veo, a unos doscientos metros, una parada de autobús. ¿Pasará alguno que me lleve a Barcelona? Detrás de la parada una pareja de latinos discuten sobre su relación en un tono elevado. Escucho honestidad y escucho apoyar y escucho la palabra mentira y ya me figuro la historia que viene detrás. Junto a ellos una señora mayor lucha por no morir de calor. Comparto con los tres una ridícula sombra en la que nos refugiamos. Abro los botones de mi chaqueta y el primero de la camisa. A lo lejos veo el coche de Francesc marcharse en sentido contrario. Por fin ha pasado el peligro y respiro mejor. No había empresa fantasma ni una confabulación mafiosa para robarme mis órganos vitales. Manolo sólo era gruero y no un matón a sueldo, Francesc tenía la intención de alquilar un coche y Cristina era la empleada de una empresa que buscaba con ansias el milagro del fin de semana. Son “la gent normal” pero para mí escondían tras de sí peligros insuperables. El mundo, a veces, te hace estar alerta contra fantasmas que no son más que eso, fantasmas. Amenazas intangibles que en la práctica no existen. Es el precio que hay que pagar por vivir en una sociedad  que desconfía de su propia sombra. El claxon del autobús me despierta del repaso en flashback de lo acontecido. La pareja latina y la señora ya están dentro. 

-          Chico, ¿Vas a subir o no?
-          ¿Pasas por Barcelona?
-          ¡Claro!

Subo. Me pregunto si me dejará cerca del supermercado.

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