A Antonio Martínez Ares
Once años va a hacer desde que secuestró
febrero y, lo confieso, no lo llevo nada bien. Pero no se puede vencer a
quien no presenta batalla. La peor derrota la infringe la ausencia.
Cuenta que se mató a sí mismo pero nos está matando a todos. No sé
cuándo se va a quitar la venda esta ciudad, sospecho que esta herida de
muerte nunca va a cicatrizar.
Una tortura cada once meses, maldito baile de máscaras,
de gente hipnotizada cantándole a un pasado más presente que nunca. Se
ha apropiado de la fiesta desde el recuerdo, con esa sonrisilla
impúdica, colmando la Tacita de sus obsesiones. La ha llenado de
maricones y putas, de barrios llenos de droga, de niñas violadas y
mujeres molidas a palos. Los de fuera creen que mi ciudad es así. Y
mientras, él se ha atrincherado en la memoria como víctima un milagro
que ni siquiera se digna a ver. Se fue el brujo de los vientos por la
calle de la mar, cogiendo el tren más miserable que veremos en mucho
tiempo.
Y su herencia envenenada me ha caído
encima: la gente volviéndose al palco a gritarme que su ciudad no es mi
ciudad y sí la suya, que su sangre no es mi sangre, que mi pelo dorado
es del color del dinero, que a ver si me marcho después de una eternidad
y media. La gratitud es la puta de la memoria popular.
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