lunes, 31 de octubre de 2011

Música de ascensores

El ascensorista no sabía muy bien si se sentía feliz o no con lo que había tocado vivir. A veces se decía que sí, como cuando subía o bajaba con aquella vecina hermosa y sonriente que vivía en el sexto piso. Quizás, algún día, su sonrisa tuviera que ver con él, fantaseaba cuando ya se había marchado. Otras veces, en cambio, se sentía desdichado escuchando los pésimos vaticinios que el anciano del quinto dictaba sobre la sociedad y sobre sí mismo. Las clases modestas, decía, están condenadas a ser todavía más modestas y yo aguanto la amarga condena de ver todo eso antes de morir, y salía del ascensor con su sombrero y paraguas como si no hubiera dicho nada, dejándole un chaparrón de pesimismo. Pero la mayoría de veces, la gente no decía nada, ni siquiera saludaban y se perdían en sus aparatos de música o teléfonos móviles como si no existiera, después de indicarle a qué piso iban o si salían por la puerta de entrada o el garaje. Cuando se quedaba solo, a veces se perdía, y no sabía muy bien si estaba bajando o subiendo.

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